“No estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época”, ha dicho numerosas veces el Papa Francisco. Un cambio de paradigma que implica novedad en los sistemas sociales, los horizontes culturales y la mentalidad. La globalización y revolución digital, con el capitalismo financiero neoliberal dominante, están configurando el mundo de una manera radicalmente diversa.
Sin embargo, reducir la “realidad” a esos tres conceptos resultaría un tanto vago y falaz. Es cierto que el mundo es más interdependiente e interconectado que nunca, pero no debemos obviar, que dentro de este mundo existen muchos mundos. Convivimos con sociedades en fases sólidas donde se frena el cambio y privilegia la consolidación y reproducción de valores y prácticas ancestrales. Y al mismo tiempo, con otras en fases líquidas y gaseosas con desplazamientos y transformaciones colectivas orientadas hacia un gran objetivo compartido y donde reina la hibridación, el caos, la indeterminación y la incerteza[1].
Una realidad poliédrica como esta, requiere una lectura carismática plural y diversa. Demanda una reflexión que reconozca la validez de los paradigmas culturales originados en Oriente y en el Hemisferio Sur y los haga dialogar con el paradigma cultural occidental y moderno que impregna la mayoría de nuestros escritos y acciones.
Dialogar, ¿solo en el ámbito de la reflexión o debemos ir más allá? ¿Por qué y para qué necesitamos ensanchar nuestros horizontes?
El n.56 de nuestra Regla de Vida, afirma que “Cristo entró en el mundo mediante la Encarnación para dar a todos la salvación y se ligó al ambiente y a la cultura de los hombres con quienes vivió”. La inculturación del Evangelio, inherente a nuestra misión evangelizadora, nos exige una “especial kénosis y la contemplación del misterio de la Encarnación en sincero diálogo vivencial con la gente y en una actitud de escucha, disponibilidad y respeto por cada persona y cada pueblo” (RdV 56.1). El estudio de las lenguas, historias, tradiciones y religiones de los pueblos a los que somos enviadas, son elementos constitutivos de nuestra misión. En un tiempo donde las migraciones han disuelto los “espacios tradicionales de las religiones”, cualquiera de nosotras debe ser capaz de dar razón de su fe y crear comunión con hermanas y hermanos pertenecientes a distintas denominaciones cristianas o a otras religiones. No solo eso, el conocimiento y aprecio de otras religiones, puede abrirnos a la profundidad del Misterio de Dios.
Por ello considero de capital importancia que, especialmente en el programa de la primera formación, se contemple el diálogo ecuménico e interreligioso como elemento fundamental de nuestra preparación misionera.
Nostra Aetate (1965) y el Documento por la Fraternidad Humana (2019) reconocen en Dios el origen y fin común para todos los pueblos y priorizan una misión que fomente la Unidad, la Caridad y la mutua solidaridad. Igualmente, manifiestan el profundo anhelo de encontrar en las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana.
Las situaciones que amenazan hoy la dignidad de las hijas e hijos de Dios (degradación ambiental, deshumanización, esclavitud, conflictos, injusticias, desesperanza, pobreza, vacuidad, etc.) exigen una respuesta liberadora. Una verdadera comunión entre personas de buena voluntad (creyentes y no creyentes) puede aportar a este mundo una mirada de fe y de esperanza, amor por la humanidad, fidelidad a sus valores (Evangelio) y compromiso profético por el bien común y la justicia. Estos son los pasos que conducen a la liberación y al Reino de Dios (RdV 55).
[1] SCOLARI, C. (2020), Cultura Snack, La Marca.
Beatriz Galán Domingo,mc
Misionera en Sri Lanka